Mi vida siempre estaba marcada por los planes. Ochocientas agendas llenas de colores, de tiempos, de horarios... Tropecientos “cuando tenga tantos años...”, “cuando tenga dinero haré tal viaje”, “cuando...”
Y nunca llegaban. He llegado a la edad en la que pretendía pasar por el altar y ni siquiera sé si lo haré algún día, tengo más años de los que esperaba para irme de casa y todavía sigo bajo el mismo techo que mis padres, calculé estar en un trabajo estable y todavía estoy dando tumbos.
Y no sabéis lo que me frustraba eso. Nunca he tenido paciencia para esperar y entraba en zona peligrosa conmigo misma por no cumplir mis objetivos preestablecidos. Me llegaba a catalogar de inútil y no sabéis lo feo y tormentoso que era eso.
Desde hace un tiempo vengo planeando, pero no de esa forma. Voy planeando en el aire como un avión de papel que viaja según las corrientes de viento, que se deja llevar, que no ve el futuro porque lo único que tiene en mente es disfrutar del vuelo.
Confieso que me siento rara, porque por primera vez no veo más allá de ahora mismo. No soy capaz de verme en otro lugar que no sea en este asiento de bus en el que voy escribiendo y la verdad es que me relaja y me asusta a partes iguales.
Me asusta el no saber, la incertidumbre de a dónde llegaré. Pero supongo que tras tantos intentos fallidos de cumplir con mi plan establecido me he resignado a ir poco a poco, a ir siguiendo las corrientes de aire que van viniendo, de aprovechar las que van en calma y aprender a controlar las turbulencias. Pero es una bonita resignación, un buen final para un buen comienzo.
N.